Es la cualidad en el corazón de Dios que hace que no nos trate conforme a nuestros pecados, ni tome represalias contra nosotros conforme a nuestras iniquidades. Es la fidelidad que Dios nos tiene aún cuando nosotros no somos fieles. De hecho, es lo que el amor debe ser cuando se encuentra con lo que no inspira amor, lo débil, lo inadecuado, lo no deseado y lo despreciable. Dios está dispuesto a responder a la necesidad sin tomar en cuenta nuestros méritos. Es favor inmerecido.
La gracia de Dios derrama amor, bondad, favor a todos los que confían en Él. No tienes que ganártela. Sólo tienes que tener una relación con Él para recibir su gracia.
Necesitamos la gracia de Dios mayormente cuando nos damos cuenta de que hay aspectos en nuestra vida que sabemos que están mal, como: malas decisiones, hábitos, conductas de las que nos avergonzamos, áreas que queremos que Dios cambie pero tenemos miedo de que nos condene. Si hemos recibido a Jesús en nuestros corazones, hemos sido declarados de Su propiedad, perdonados y ahora bajo Su gracia. Es Su gracia la que nos libera y nos cambia. Por esto es tan importante que sepamos lo que nos dice la Escritura acerca de la gracia de Dios.
Todos sabemos que dentro de nosotros tenemos una parte mala y una buena. Una parte que queremos que los demás vean (cuando nuestra conducta es aceptable) y otra que preferimos esconder (cosas de las que nos avergonzamos).
Vivimos en una cultura inclinada hacia la superación personal. Pasamos gran parte del tiempo analizándonos a nosotros mismos y pensando en cómo mejorar nuestra parte mala. Compramos y vamos al gimnasio gastando tiempo, dinero y esfuerzo para mejorar lo que consideramos nuestra parte mala. Y la parte que no podemos mejorar o que aún no mejoramos, tendemos a esconderla.
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